El pasado martes, el Museo Thyssen-Bornemisza organizó para la Asociación de Periodistas de Información Ambiental, APIA, a la que pertenezco, una visita guiada a su exposición temporal Terrafilia.
"Amar la Tierra implica comprometerse con los animales, las plantas, las formaciones geológicas y las criaturas sobrenaturales, así como replantear el lugar de la humanidad dentro de la compleja y enmarañada red de la vida".
El museo ha seleccionado casi cien obras que abarcan cinco siglos de sus fondos y otras colecciones y ha elaborado un "viaje con la música de Tangerine Dreams o P. Kokoras" disponible en Spotify y una serie de actividades como el Terrafilia Fest.
A lo largo de siete escenarios interconectados, desde mundos animados a cosmogonías oceánicas, el visitante pude contemplar y reflexionar acerca de lo que diferentes artistas proponen para reconsiderar la belleza de lo oculto a simple vista, de las formas de explotación de la vida para mejorar sólo la nuestra.
En cada sala, una instalación de Sissel Tolaas invita a oler las moléculas extraídas de seis fuerzas elementales: Océano, Animal, Humano, Estratosfera, Tierra y Naturaleza, "para activar la memoria personal, para llevarnos a un mundo más allá de la razón".
Durante el recorrido, los artistas proponen al visitante los motivos por los que debe importarnos la naturaleza, más allá de la explotación de sus recursos, de su destrucción en nuestro beneficio.
Cómo limpiar la mirada sobre la vida natural conceptualizada por la ciencia y empapada de religión, cómo establecer relaciones de simbiosis en lugar de dominio sobre ella. A qué pertenecer cuando, como una rama, somos desgajados de nuestra familia, nuestra tradición y nuestras costumbres, Petrit Halilaj y su RU2017.
Qué dimensión temporal tiene nuestra vida frente a los hongos y su proliferación. Qué otra duración nos atañe más allá del concepto de la medición del tiempo que determina nuestra existencia, Diana Policarpo y el proliferar del cornezuelo.
Terrafilia incomoda con su denuncia, su mundo mancillado: un ritual de purificación en un antiguo almacén de esclavos, una burla amarga de los expedicionarios del siglo XIX. Piezas de dolor y pérdida. Historias de tristeza y fracaso.
Junto a ellas, se han distribuido algunos cuadros de paisajes americanos en los que la mirada se refugia en busca de la alegría interior, del placer imaginativo que la naturaleza real proporciona al que camina estos días escuchando a los petirrojos que anuncian la llegada del otoño; de los castaños que en el paraíso de La Granja, en Segovia, rizan sus hojas cada vez más oscuras.
Esos pintores del siglo XIX lograron, a pesar de las críticas que esta exposición desarrolla sobre sus obras, hacernos sentir muy pequeños frente a ríos y amaneceres; y nos devolvieron al mundo sólo como una pequeña parte del mismo.
La paradoja de lo expuesto en Terrafilia es que despliega decenas de piezas críticas, empapadas de culpa, que transforman en símbolo humanizado a cualquier rastro, que usa potentes instrumentos técnicos que indagan en los microorganismos y en nuestros cielos para mostrar bacterias y el espacio lejano.
Y este abrumador despliegue de comprensión intelectual lleva consigo esa agotadora pretensión de importancia, ese derecho arrogado a exponer todo secreto oculto bajo el mar profundo, de las galaxias distantes. De dar luz a todo proceso, toda clase de vida, aunque esto signifique una profanación.
Desde Thomas Cole a Turner, los artistas del siglo XIX mostraron cómo lo representado en sus paisajes, la nieve y unos ciervos, una fuente y un fresno, una tormenta, existen en su esplendor y abrumadora belleza al margen de nosotros. Su pintura era una celebración del olvido del yo.
Quizá la desazón que provoca la mayoría de lo expuesto en Terrafilia es más profunda y se deba a que es imposible suprimir de nuestras conciencias la destrucción de la naturaleza, a que seguimos necesitando obras surgidas de mujeres y hombres que abandonen sus estudios y disfruten de más tiempo al aire libre, asombrados ante el sonido del viento en un gran árbol, emocionados con el brillo de un escarabajo romero, con las criaturas pequeñas.
"Pintaba flores grandes", explicaba nuestra guía frente al magnífico lirio blanco de Georgia O'Keeffe, "para que nadie diga que no puede verlas, para no ignorar su belleza".
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