El más antiguo y más grande de todos los cuerpos celestes del sistema solar, rodeado por decenas de lunas, envuelto en kilómetros de nubes de fabulosas tormentas: Júpiter, un astro que es casi una estrella.
Crespón, lila de las Indias o árbol de Júpiter. Una planta, originaria de China, que florece cuando el padre de los dioses y los hombres en la mitología romana, se hace visible en nuestros cielos. Un pequeño árbol de jardín que se engalana en lo más profundo del verano a la par que la adelfa, cuando declina la magnolia. Un arbusto pero no un árbol.
El niño que en lo más grande será un hombre, la estrella fallida por su tamaño, el porte que no alcanza la magnificencia de árbol.
A pesar de sus flores, como de papel crepé, de todos los tonos, ya sean rosados o rojos, glicinas o lavandas; sus hojas ambarinas otoñales y su tronco en invierno moteado de claro, dorado o asalmonado.
A pesar del asombro, la franqueza y la imaginación.
A pesar de Io, pleno de volcanes activos o de Calisto, lleno de cráteres. De todas las estrellas médicis que lo rodean y sus tempestades más grandes que nuestra Tierra.
Árbolito de Júpiter que apuntas al cielo, esplendor de agosto, el divino descontento que nos mantiene en un anhelo, en un sueño brillante de alcanzar otra altura, otra grandeza, otra inmensidad.
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