Entonces, muy pocos acontecimientos eran predecibles. Sabían que los niños se transformaban en hombres y se esforzaban en reconocer cómo sería la siguiente estación, si habría o no tormenta, hallar lugares en los que el agua fuera abundante y limpia, apartarse de los árboles que podían incendiarse por un rayo pero ocurría que dos hombres heridos de igual manera no tenían el mismo destino. Uno quizá sanaba y el otro no. Que dos mujeres gestando en el mismo tiempo podían dar a luz un hijo o quizá dos. Que el estío fuera demasiado frío y el invierno demasiado caluroso. Había ritos para tranquilizarse en el caos del mundo y calendarios que atestiguaban que el sol saldría tras ocultarse la luna.
Pero lo único que predecía inmutable el tiempo nuevo eran las estrellas. Mirándolas podían saber el mejor momento para preparar los campos o echarse al mar. Cuando un león se formaba nítido en los cielos, a su alrededor, aquí abajo, crecían, indiferentes al frío, unas plantas de alegría solar. Amarilleaban por todas partes, alzándose bajo la mirada de constelaciones y galaxias, confirmando el cambio de estación, llegaba por fin, la primavera.
Entonces, estaban seguros de que era el momento. En marzo, desbrozaban los campos de esas malas hierbas para que no compitieran con la siembra, con sus guisantes, con sus judías cuyas semillas habían mantenido a resguardo para evitarles las enfermedades del invierno.
"Si te frotas con una flor de diente de león", afirmaba el enérgico Mattioli "conseguirás lo que deseas".
Por San José florece por todas partes una planta que recibe su nombre, afirman los botánicos, de su semejanza con la garra de un león o quizá su dentadura.
Pietro Andrea Gregorio Mattioli, médico, naturista, botánico; doctorado en la Universidad de Padua recogió en sus escritos y hasta grabó en madera con gratitud y dicha, también decenas de plantas que no tenían utilidad alguna. Que eran asombrosas en sí. Que no se comían, no se usaban en pócimas ni cataplasmas, no se infusionaban para curar y a pesar de ello, eran criaturas igualmente dignas de atención.
En pocos días, el León de los cielos bajaría a la Tierra y asolaría los campos devorando a las personas y al ganado. La canícula, el fervor que madura las cerezas y el melocotón pero que condena sin remedio las cosechas a destiempo, era tan temida que los hombres apresaron aquella fiera de fuego en un relato.
Las damas enviaban a Constantinopla sus sirvientes para hacerse traer flores exóticas con las que adornar sus jardines, cuentan las crónicas, y Mattioli no dudó en ir personalmente como embajador real. Regresó con la primera lila que se vio en Europa. Describió un tomate, creyó que las moscas en el roble anunciaba tiempos de guerra, elaboró tisanas para curar la peste pero de la fitoterapia llegó al puro amor por la Naturaleza, explican.
Para vencer al calor que mata de sed, los hombres enviaron a un héroe, hijo de un dios y una reina mortal, Hércules que estranguló al león con sus propios brazos. Esta victoria podía contarse cada verano para vencer el miedo a un tiempo árido que si se prolongaba, lo arruinaría todo.
En estos días templados en cualquier alcorque, en la hierba de nuestras rotondas, en los descampados florece, para no apartarse del sol, el diente de león.
Las madres las bordan en la ropa de los niños como símbolo de buenaventura y arrancada por la tormenta es imprescindible para un hechizo con el que atraer a la persona amada.
"Plántala en el noroeste de tu casa y cuando sus semillas se sequen, sóplala para que tus pensamientos lleguen a quien anhelas".
El pálido tallo del Diente de León
asombra al pasto,
y el invierno al instante se transforma
en un infinito Ay de mí –
el tallo sostiene un pimpollo de señal
y luego una esplendente flor, –
la proclamación de los soles
que la sepultura pasó.
Emily Dickinson (1881)
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