Antes, mucho antes, de que una reina de ojos claros, como les gusta contar a los lugareños, admirara sus prados en flor; un hombre de fe respondía apasionado una encuesta que desde las tierras áridas de la meseta le ordenaron cumplimentar sobre aquel lugar, del que le habían confiado todas sus almas.
"Poblado de montes y frutales de todas especies", explicaba, "de árboles silvestres como encinas, robles, frenos, mimbreras, piornos, chopos, álamos, brezo" y su pluma se apresuraba para no olvidar ni uno solo de ellos "de todas castas, de invierno y de verano", que eran guindos, perales de muchas especies, melocotoneros, ciruelos y manzanos.
Federico Olóriz había obtenido en Madrid la plaza de Anatomía de la Facultad de Medicina y en esta ciudad, tras abandonar su Granada natal que no le dio una oportunidad, alcanzó todo lo que su talento y tenacidad pudieron dar de sí. Ya fuera en Antropología o dactiloscopia como anatomista o profesor e investigador; el genio de Olóriz encontró en la gran ciudad, un lugar en el que fructificar.
"El ganado", continuaba Don Blas en 1785, "es de lana fina" y con respecto al grano, citaba el trigo y la cebada, el centeno y "todo género de hortalizas" y los 16 telares en los que las mujeres hilaban lino.
Madrid, además, le dio a Olóriz una amistad de vida, Santiago Ramón y Cajal y en gratitud, el andaluz le descubrió el lugar de su descanso veraniego, Miraflores de la Sierra, "que no tiene aguas medicinales pero sí muy claras y sutiles". Los dos médicos y sus familias compartieron hotelito con hotelito, durante el estío en el que dejaban atrás el calor sofocante de una ciudad que se aletargaba hasta desfallecer durante julio y agosto.
“Al atardecer, ahítos de lecturas o vibrantes con las peripecias del juego", escribió en su biografía el Premio Nobel de Medicina, "solíamos descongestionar el cerebro paseando por la carretera que, serpenteando al pie de la Najarra, remóntase a la Morcuera, para morir en el maravilloso Monasterio del Paular. Durante tan saludables correrías, placíame comunicar a mi compañero el fruto de mis meditaciones".
"Es obligado, continuaba vehemente el pastor, "que nuestro pueblo no pierda su identidad y se convierta en cualquier lugar de cualquier parte".
En 1850, una nueva descripción de Miraflores alababa su clima para las enfermedades del pulmón, sus tres fuentes de buenas aguas y "la de la Villa, que devolvía el apetito".
"De yerbas extraordinarias y medicinales, muchas de cuyo territorio se conducen por estos herbolarios para el Jardín Botánico y boticas de la Corte", y el escrito de Don Blas se demoraba complacido en su pueblo y su paisaje detallando cómo el plantío de castaños y pinos en las sierras, harían de Miraflores "el pueblo más rico, el más feliz y el más dichoso que encontraría en el reino".
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