viernes, 26 de septiembre de 2025

Reflejar el asombro, retratar el silencio - Símbolos de Marcin Ryczek - Palacio Quintanar. Segovia

 



El mundo tan silencioso
como si todos los pájaros
lo hubieran abandonado, uno a uno. 
R. Rozhdestvensky
Роберт Рождественский

Maribel Orgaz - @curionatural
"La fotografía también es una especie de meditación, ya que suelo esperar horas para una situación determinada. Creo que me inspira la belleza que se esconde en lugares y situaciones aparentemente ordinarios", explicaba  Marcin Ryczek para Darklight.

El fotógrafo polaco tomó una fotografía un día de invierno en Cracovia que se hizo viral: un hombre alimentado cisnes en la nieve. Desde entonces, su trabajo es reconocido internacionalmente. Ahora puede verse una muestra en el Palacio Quintanar de Segovia, Símbolos, incluida en PHotoESPAÑA y organizada con el Instituto Polaco de Cultura de Madrid.  

Al hablar de sus fotografías, Ryczek las denomina minimalistas-simbólicas y en sus viajes por todo el mundo, reflexiona acerca de cómo experimentan los turistas, los fugaces momentos de belleza: a través de las lentes de las cámaras fotográficas, en lugar de hacerlo directamente.

En Hiroshima, El fénix que resurge de las cenizas, un ave camina sobre un fondo de edificios. La vida surge sobre las ruinas. "Creo que, en un mundo aparentemente ordinario, ocurren muchos pequeños milagros pero es necesario detenerse y vivir en paz y armonía con uno mismo para apreciarlos".

Al recorrer las salas del hermoso Palacio Quintanar, las imágenes sumergen al espectador en un largo asombro meditativo, este milagro del mundo que Marcin Ryczek capta ha llevado a los críticos a afirmar que lo retratado, en realidad, es el silencio.


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Sed de gracia - Cisne



viernes, 19 de septiembre de 2025

El aire libre, las flores pequeñas - Terrafilia - Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

 


Nadie ve una flor en realidad; es tan pequeña. 
No tenemos tiempo, y verla lleva tiempo, 
como tener un amigo lleva tiempo.
Georgia O'Keeffe


Maribel Orgaz - @curionatural
El pasado martes, el Museo Thyssen-Bornemisza organizó para la Asociación de Periodistas de Información Ambiental, APIA, a la que pertenezco, una visita guiada a su exposición temporal Terrafilia.

"Amar la Tierra implica comprometerse con los animales, las plantas, las formaciones geológicas y las criaturas sobrenaturales, así como replantear el lugar de la humanidad dentro de la compleja y enmarañada red de la vida".

El museo ha seleccionado casi cien obras que abarcan cinco siglos de sus fondos y otras colecciones y ha elaborado un "viaje con la música de Tangerine Dreams o P. Kokoras" disponible en Spotify y una serie de actividades como el Terrafilia Fest.

A lo largo de siete escenarios interconectados, desde mundos animados a cosmogonías oceánicas, el visitante pude contemplar y reflexionar acerca de lo que diferentes artistas proponen para reconsiderar la belleza de lo oculto a simple vista, de las formas de explotación de la vida para mejorar sólo la nuestra.

En cada sala, una instalación de Sissel Tolaas invita a oler las moléculas extraídas de seis fuerzas elementales: Océano, Animal, Humano, Estratosfera, Tierra y Naturaleza, "para activar la memoria personal, para llevarnos a un mundo más allá de la razón".

Durante el recorrido, los artistas proponen al visitante los motivos por los que debe importarnos la naturaleza, más allá de la explotación de sus recursos, de su destrucción en nuestro beneficio. 

Cómo limpiar la mirada sobre la vida natural conceptualizada por la ciencia y empapada de religión, cómo establecer relaciones de simbiosis en lugar de dominio sobre ella. A qué pertenecer cuando, como una rama, somos desgajados de nuestra familia, nuestra tradición y nuestras costumbres, Petrit Halilaj y su RU2017. 

Qué dimensión temporal tiene nuestra vida frente a los hongos y su proliferación. Qué otra duración nos atañe más allá del concepto de la medición del tiempo que determina nuestra existencia, Diana Policarpo y el proliferar del cornezuelo.

Terrafilia incomoda con su denuncia, su mundo mancillado: un ritual de purificación en un antiguo almacén de esclavos, una burla amarga de los expedicionarios del siglo XIX. Piezas de dolor y pérdida. Historias de tristeza y fracaso. 

Junto a ellas, se han distribuido algunos cuadros de paisajes americanos en los que la mirada se refugia en busca de la alegría interior, del placer imaginativo que la naturaleza real proporciona al que camina estos días escuchando a los petirrojos que anuncian la llegada del otoño; de los castaños que en el paraíso de La Granja, en Segovia, rizan sus hojas cada vez más oscuras. 

Esos pintores del siglo XIX lograron, a pesar de las críticas que esta exposición desarrolla sobre sus obras, hacernos sentir muy pequeños frente a ríos y amaneceres; y nos devolvieron al mundo sólo como una pequeña parte del mismo.

La paradoja de lo expuesto en Terrafilia es que despliega decenas de piezas críticas, empapadas de culpa, que transforman en símbolo humanizado a cualquier rastro, que usa potentes instrumentos técnicos que indagan en los microorganismos y en nuestros cielos para mostrar bacterias y el espacio lejano. 

Y este abrumador despliegue de comprensión intelectual lleva consigo esa agotadora pretensión de importancia, ese derecho arrogado a exponer todo secreto oculto bajo el mar profundo, de las galaxias distantes. De dar luz a todo proceso, toda clase de vida, aunque esto signifique una profanación. 

Desde Thomas Cole a Turner, los artistas del siglo XIX mostraron cómo lo representado en sus paisajes, la nieve y unos ciervos, una fuente y un fresno, una tormenta, existen en su esplendor y abrumadora belleza al margen de nosotros. Su pintura era una celebración del olvido del yo.  

Quizá la desazón que provoca la mayoría de lo expuesto en Terrafilia es más profunda y se deba a que es imposible suprimir de nuestras conciencias la destrucción de la naturaleza, a que seguimos necesitando obras surgidas de mujeres y hombres que abandonen sus estudios y disfruten de más tiempo al aire libre, asombrados ante el sonido del viento en un gran árbol, emocionados con el brillo de un escarabajo romero, con las criaturas pequeñas. 

"Pintaba flores grandes", explicaba nuestra guía frente al magnífico lirio blanco de Georgia O'Keeffe, "para que nadie diga que no puede verlas, para no ignorar su belleza". 


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Un amor en el que crecen las flores y habitan los pájaros - Petrit Halilaj en el Palacio de Cristal, Parque del Retiro (Madrid)


viernes, 12 de septiembre de 2025

Lo que sobrevive a la vida - Bezoares

 

Bezoar. Revista Naturalmente. Museo de CC Naturales

La piedra perfumada
enigmática y punzante.
Luis Palés Matos

Maribel Orgaz - @curionatural
Al fin y al cabo, en los buenos tiempos antiguos, según Aristóteles y San Alberto Magno, la conjunción de Marte, Saturno y Júpiter provocaba las epidemias y siglos después creyeron en los hombres zodiaco que relacionaban el signo con las dolencias del cuerpo. Capricornio regía las rodillas y Leo el corazón. 

Así que, el bezoar, una piedra natural formada en el estómago de un animal vivo era extraño, raro, un prodigio.

"Cuando el animal moría quedaban los huesos y el bezoar", explicaba con una sonrisa Maria Do Sameiro Barroso, médica y ensayista, en una clase a sus alumnos, "y todo lo que sobrevive a la vida tiene importancia para los pueblos primitivos que en su pensamiento mágico creían que teniendo esa piedra no iban a morir".

Traídas a Europa desde la India por los portugueses que vieron cómo los príncipes hindúes hacían purgaciones con bezoares, se convirtieron en un lujo de reyes.

Bezoares y unicornios eran los grandes de la medicina del siglo XVI: "aún había magia en la medicina", Sameiro Barroso.

Más caros que el oro, los cálculos se convirtieron en piedras antídoto, en piedras preciosas para la medicina antigua y se usaron en los partos difíciles, en las enfermedades infantiles, contra el insomnio, las dolencias graves, la peste, la epilepsia. Contra el envenenamiento:  

"La vida de la familia real en la Edad Media era difícil, ya que constantemente se buscaba su muerte para ocupar su lugar. El arsénico se utilizaba como un método suave para atormentar a una persona. En pequeñas dosis, empeoraba gradualmente y en grandes dosis, provocaba una muerte dolorosa pero rápida. La realeza vivía en el temor de ser envenenada", Culturología, "se creía que bastaba con sumergir un bezoar en una bebida para neutralizar el arsénico. A veces intentaban raspar las piedras para que la sustancia actuara directamente en la comida. El cardenal Richelieu y la madre de Pedro I, Natalia Naryshkina, salvaron sus vidas con estas piedras y su uso se consolidó aún más".

Los bezoares "tienen calcio", explica la doctora Sameiro Barroso, "sirven para desactivar venenos pero hay que ver la cantidad. Entonces no tenían método científico, no había ensayos clínicos". 

Cuanto más grandes y perfectos más costosos y los jesuitas, presentes en la India, en la región de Goa desde el siglo XVI, encontraron una solución: fabricarlos artificialmente. "No se sabe bien el motivo", reflexiona Sameiro, "por el que los jesuitas hicieron bezoares artificiales quizá porque los naturales era escasos y así todo el mundo podría tenerlos". Los llamaron goas asegurando que tenían las mismas propiedades contra los venenos y las enfermedades aunque seguían siendo un lujo, hechos de corales y gemas trituradas. 

Tomar en el agua o en el vino un poco de bezoar raspado fue también un remedio contra la melancolía regida bajo el signo de Saturno, el planeta más lejano y oscuro de la bóveda celeste: "una enfermedad del cuerpo y la mente que los médicos y teólogos de la Edad Media vieron en el deseo amoroso que movía a las personas a anhelar el amado o la amada. Dicha pasión era para ellos una de las causas más obvias de la enfermedad melancólica".

Aún se utilizan bezoares en la medicina tradicional china para embellecer la piel en esta vida ajetreada, en forma de píldoras como las afamadas Niuhuang Angong que eliminan "el calor y las sustancias tóxicas", eficaces contra el susto y contra las fiebres que producen los patógenos que han llegado al pericardio, la delicada envoltura del corazón. 


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Cabalgando sobre el jardín del mundo - Francisco Vázquez de Coronado




sábado, 6 de septiembre de 2025

Tierras olorosas - Búcaros. Valor del agua y exaltación de los sentidos en los siglos XVII y XVIII - Museo de América. Madrid, España

 


"Pretender adivinar de que se sirve la naturaleza perfumadora 
para componer estas tierras, 
sería querer demasiado". 
Lorenzo Magalotti

Maribel Orgaz - @curionatural
El agua, en aquellos siglos, era acarreada de las fuentes y almacenada en las casas en tinajas o barriles. Pero muy pronto se enrarecía el sabor y aprovecharon barros olorosos para elaborar enormes vasijas fragantes y se idearon técnicas como el barniz de sayula que además de aromatizar, daban a estos cacharros un hermoso brillo aperlado.

Los búcaros, que eran piezas de prestigio entre las grandes damas de España e Hispanoamérica, se usaron para beber, servir, enfriar o perfumar el agua, para ambientar y refrescar las estancias, o para ingerir su arcilla. 

Y si en el siglo XVI circularon de España hacia América, en los siguientes siglos "las producciones americanas de barros de olor" se pusieron de moda y las cerámicas panameñas, chilenas, mexicanas, portuguesas, extremeñas, se encontraban en las grandes casas señoriales españolas e hispanoamericanas.  

En ocasiones, los aromas se diluían en aquellos largos viajes en barco y en Madrid, las monjas de las Bernardas, las "readobaban", quitándoles el olor a mar, devolviéndoles el natural o perfumándolos de nuevo, explica una de las cartelas de esta exposición singular en el Museo de América.

La bucarofagia, la moda de comer pedazos de búcaros era en general, la de comer arcilla para remediar enfermedades, mejorar los embarazos, empalidecer la piel o incluso como anticonceptivos. Además de las jarritas, se elaboraban pastillas de tierra comestible. 

Las piezas de esta muestra fascinante, "Búcaros. Valor del agua y exaltación de los sentidos en los siglos XVII y XVIII" son una pequeña parte de la colección donada por María Josefa de la Cerda: "parte del conjunto había sido formado por Catalina Vélez Ladrón de Guevara que había llegado a juntar más de tres mil búcaros".

"La moda francesa arrinconó el gusto por los búcaros de las élites", la reina Isabel de Farnesio prefirió las porcelanas a los búcaros. Los aromas fuertes de origen animal se cambiaron por aguas de colonia. 

Pero sabemos que en 1840, "en Madrid no había desaparecido aún la usanza de perfumes emanados de los búcaros llenos de agua así como la de gustar el agua fresquísima y olorosa conservada en ellos". Francisca Perujo sobre las cartas de Lorenzo Magalotti.


 

Museo de América
Búcaros. Valor del agua y exaltación de los sentidos



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Flores marinas - Pablo Neruda - Púrpura, un color como la llama ardiente y el mismo sol